viernes, 23 de septiembre de 2011


He conocido muchas personas que se preocupan por los otros,
que son extremadamente generosas a la hora de dar,
y que sienten un profundo placer cuando alguien les pide
un consejo o apoyo.
Hasta aquí todo bien: es estupendo poder hacer el bien
a nuestro prójimo.
En cambio, he conocido a muy pocas personas capaces
de recibir algo, aún cuando les sea dado con amor y generosidad.
Parece que el acto de recibir hace que se sientan
en una posición inferior, como si depender de otro
fuese algo indigno.
Piensan:
“Si alguien nos está dando algo es porque somos incompetentes
para conseguirlo con el propio esfuerzo”.
O si no:
“La persona que me da ahora, un día me lo cobrará
con intereses”.
O aún, lo que es peor:
“Yo no merezco el bien que me quieren hacer”.

¿Por qué actuamos así?
Porque nos cuesta entender que este universo está constituido
por dos movimientos.
El primero es la expansión, rigor, disciplina, conquista;
el segundo es la concentración, meditación, entrega.
Basta mirar nuestro corazón
(y no es por casualidad que el corazón siempre fue considerado
como el símbolo de la vida), para comprender que son estas
dos energías las que lo hacen latir, contraerse
y expandirse al mismo ritmo.
Las numerosas estrellas del cielo están emitiendo luz,
pero al mismo tiempo están absorbiendo todo a su alrededor,
por aquello que es conocido por los físicos
como fuerza de la gravedad.
Así los actos de dar y recibir, aún cuando sean aparentemente
opuestos, forman parte del mismo y continuo movimiento.

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