La esfinge sin secreto
[Cuento. Texto completo.]
Oscar Wilde
[Cuento. Texto completo.]
Oscar Wilde
Una tarde,
tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el
esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño
panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que
alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord
Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de
estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de
nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos
sido grandes amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto,
íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido
el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad,
pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que
estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado,
como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de
escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme
de los conservadores, y creía con la misma convicción en el
Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión
de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.
-No comprendo suficientemente bien a las mujeres
-respondió.
-Mi querido Gerald -dije-, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.
-Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar -replicó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de qué se trata?
-Vamos a dar una vuelta en coche -contestó-, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color...
Mira, aquel verde oscuro servirá.
Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.
-¿Dónde vamos? -quise saber.
-¡Oh, donde tú quieras! -repuso-. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.
-Me gustaría que tú lo hicieras antes -dije-. Cuéntame tu misterio.
Lord Murchison sacó de su bolsillo
una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En
el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y
de un extraño atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su
pelo suelto. Parecía una clairvoyante,
e iba envuelta en ricas pieles.
-¿Qué opinas de ese rostro? -inquirió-. ¿Lo crees sincero?
Lo
examiné detenidamente. Tuve la sensación de que era el rostro de
alguien que guardaba un
secreto, aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se
trataba de una belleza moldeada a fuerza de misterios... una belleza
psicológica, en realidad, no plástica... y el atisbo de sonrisa que
rondaba sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.
-Bueno -exclamó impaciente-, ¿qué me dices?
-Es la Gioconda envuelta en martas cibelinas -respondí-. Cuéntame todo sobre ella.
-Ahora no, después de la cena -replicó,
antes de empezar a hablar de otras cosas.
Cuando
el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a Gerald su
promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces de un lado a
otro la estancia y, desplomándose en un sofá, me contó la siguiente
historia:
-Una
tarde -dijo-, estaba paseando por la Calle Bond alrededor de las cinco.
Había una gran aglomeración de carruajes, y éstos estaban casi parados.
Cerca de la acera, había un pequeño coche amarillo que, por algún
motivo, atrajo mi atención. Al
pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta
tarde. Me fascinó al instante. Estuve toda la noche obsesionado con él, y
todo el día siguiente. Caminé arriba y abajo por esa maldita calle,
mirando dentro de todos los carruajes y esperando la llegada del coche
amarillo; pero no pude encontrar a ma belle
inconnue y empecé a pensar que se trataba de un sueño.
Aproximadamente una semana después, tenía una cena en casa de Madame de
Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, media hora después,
seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el criado abrió la puerta y
anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado
buscando. Entró muy despacio, como un rayo de luna vestido de encaje
gris y, para mi inmenso placer, me pidieron que la acompañase al
comedor.
»-Creo que la vi en la Calle Bond hace unos días, lady Alroy -exclamé con la mayor inocencia cuando nos hubimos
sentado.
»Se puso muy pálida y me dijo quedamente:
»-No hable tan alto, por favor; pueden oírlo.
»Me
sentí muy
desdichado por haber empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en
el asunto del teatro francés. Ella apenas decía nada, siempre con la
misma voz baja y musical, y parecía tener miedo de que alguien la
escuchara. Me enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y la
indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba despertó mi
más ferviente curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco
después de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella
pareció vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había alguien
cerca de nosotros, y luego repuso:
»-Sí, mañana
a las cinco menos cuarto.
»Pedí
a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo único que logré
saber fue que era una viuda con una casa preciosa en Park Lane; y como
algún aburrido científico empezó a disertar sobre las viudas, a fin de
ilustrar la
supervivencia de los más capacitados para la vida matrimonial, me
despedí y regresé a casa.
»Al
día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntualidad, pero el
mayordomo me comunicó que lady Alroy acababa de marcharse. Me dirigí al
club bastante
apesadumbrado y totalmente perplejo, y, después de meditarlo con
detenimiento, le escribí una carta pidiéndole permiso para intentar
visitarla cualquier otra tarde. No recibí ninguna respuesta en varios
días, pero finalmente llegó una pequeña nota diciendo que estaría en
casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria
postdata: "Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se
lo explicaré cuando le vea". El domingo me recibió y no pudo estar más
encantadora; pero, cuando iba a marcharme, me rogó que, si en alguna
ocasión la escribía de nuevo, dirigiera mi carta "a la atención de la
señora Knox, Biblioteca Whittaker, Calle Green”.
»-Existen razones -dijo- que no me permiten recibir cartas en mi propia casa.
»Durante
toda aquella temporada, la vi con asiduidad, Y jamás la abandonó aquel
aire de misterio. A veces se me ocurría
pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan
inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para mí llegar a
alguna conclusión, pues era como uno de esos extraños cristales que se
ven en los museos, y que tan pronto son transparentes como opacos. Al
final decidí pedirle que se casara conmigo:
estaba harto del constante sigilo que imponía a todas mis visitas y a
las escasas cartas que le enviaba. Le escribí a la biblioteca para
preguntarle si podía reunirse conmigo el lunes siguiente a las seis. Me
respondió que sí, y yo me sentí en el séptimo cielo. Estaba loco por
ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces
-por efecto de él, comprendo ahora-. No; era la mujer lo que yo
amaba. El misterio me molestaba, me enloquecía. ¿Por qué me puso el azar
en su camino?
-Entonces, ¿lo descubriste? -exclamé.
-Eso me temo -repuso-. Puedes juzgar por ti mismo.
»El
lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a
Marylebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir
a Piccadilly y, para atajar, atravesé un montón de
viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy,
completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la
última casa de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en
ella. "He aquí el misterio", pensé; y me acerqué presuroso a examinar la
vivienda. Parecía uno de esos lugares que
alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el umbral. Lo
recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo que
debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía el menor derecho a
espiarla y me dirigí en carruaje al club. A las seis aparecí en su casa.
Se hallaba recostada en un sofá, con un
elegante vestido de tisú plateado sujeto con unas extrañas adularias
que siempre llevaba. Estaba muy hermosa.
»-No sabe cuánto me alegro de verlo -dijo-; no he salido en todo el día
»La miré sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué.
»-Se le cayó esta tarde en la Calle Cummor, lady Alroy -señalé sin inmutarme.
»Me miró horrorizada, pero no
hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo.
»-¿Qué estaba haciendo allí? -inquirí.
»-¿Y qué derecho tiene usted a preguntármelo? -exclamó ella.
»-El derecho de un hombre que la quiere -contesté-; he venido para pedirle que sea mi mujer.
»Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de lágrimas.
»-Debe contármelo -proseguí.
»Ella se puso en pie y, mirándome a la cara, respondió:
»-Lord Murchison, no tengo nada que contarle.
»-Fue usted a reunirse con alguien -afirmé-; ése es su misterio.
»Lady Alroy adquirió una palidez cadavérica y dijo:
»-No fui a reunirme con nadie.
»-¿Acaso no puede decir la verdad? -exclamé.
»-Ya se la he dicho -repuso.
»Yo
estaba furibundo, enloquecido; no recuerdo mis
palabras, pero la acusé de cosas terribles. Finalmente, me precipité
fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al día siguiente; se
la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville. Regresé un
mes más tarde y lo primero que leí en el Morning Post fue la
muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la
ópera, y había muerto de una congestión pulmonar a los cinco días. Me
encerré en casa y no quise ver a nadie. La había querido demasiado, la
había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto había amado a esa mujer!
-¿Y nunca fuiste a aquella casa? -le
interrumpí.
-Sí -replicó.
»Un
día me dirigí a la Calle Cummor. No pude evitarlo; me torturaba la
duda. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aire respetable. Le
pregunté si tenía
alguna habitación para alquilar.
»-Verá,
señor -contestó-, en teoría los salones están alquilados; pero, como
hace tres meses que la señora no viene y que nadie paga la renta, puede
usted quedarse con ellos.
»-¿Es ésta su inquilina? -quise saber, mostrándole la foto.
»-Sin duda alguna -exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor?
»-La señora ha fallecido
-repuse.
»-¡Oh,
señor, espero que no sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi mejor
inquilina. Me pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis
salones de vez en cuando.
»-¿Se
reunía con alguien? -le pregunté.
»Pero la mujer me aseguró que no, que siempre llegaba sola y jamás veía a nadie.
»-¿Y qué diablos hacía? -inquirí.
»-Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el té -respondió ella.
»No supe qué contestarle, así que le di una libra y me marché.
-Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía la verdad?
-Pues claro que lo pienso.
-Entonces, ¿por qué acudía
allí lady Alroy?
-Mi
querido Oswald -replicó-, lady Alroy era simplemente una mujer
obsesionada con el misterio. Alquiló esas habitaciones por el placer de
ir allí tapada con su velo, imaginando que era la heroína de una novela.
Le encantaban los secretos,
pero no era más que una esfinge sin secreto.
-¿De veras lo crees?
-Estoy convencido.
Sacó la cajita de
tafilete, la abrió y contempló la fotografía.
-Sigo teniendo mis dudas -exclamó finalmente.
FIN
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